Hace una semana y media (cuando escribo esto, al menos) me mudé. Esto, como podéis imaginar, despierta toda clase de sentimientos –positivos y negativos. En mi caso, suele ser hambre, porque soy un desastre de persona que se olvida de comer y/o beber. Pero también me refiero a cosas más internas, como ennui, tristeza y nostalgia. También, por supuesto, despierta otros sentimientos positivos, como felicidad al saber que, si quieres, puedes cenar medio litro de Ben & Jerry’s Cookie Dough, que por fin puedes cumplir la mejor definición que he leído de anarquía (me refiero a la corriente filosófico-política del Papá Noel del pan, no al término más general): la anarquía es cuando eliges la hora a la que te acuestas.
No solo eso, sino que, respetando las reglas de seguridad del Covid, puedo tener a mis amigos en casa a menudo. Eso me hace sonreír.
Sin embargo.
No veo a mis padres tanto como antes –como es lógico. Como un hombre acostumbrado a aporrear la puerta del baño para preguntar a mi padre que por qué Mortadelo odia al profesor Bacterio o con la mala tradición de interrumpir a mi madre con dudas acerca de para qué sirve este tenedor tan raro que he visto por internet (ostras, es para ostras), este cambio ha sido duro.
¿Por qué Goofy e hijo?
Así que, por eso, el otro día decidí ver Goofy e hijo (el título en inglés es mejor, don’t @me). Supongo que buscaba la tranquilidad de una película que vi una vez en casa, cuando era un crío. No tengo una relación particularmente sólida con ella. Más bien la tengo con La Tropa Goofy –que es incapaz de respetar los temas de la película– que con la película original. Recordaba momentos sueltos, pero ninguno en concreto. Eso, combinado con la nostalgia anteriormente mencionada, me hizo echarle un ojo. Quería algo de mi infancia que pudiese volver a ver por primera vez, quizás recapturar la sensación de estar en casa, con mi padre leyendo al lado mientras mi madre preparaba una tarta de manzana para llevar a casa de mis abuelos.
Quería algo sencillo y fácil.
Sabía, por supuesto, mientras se descargaba que iba a ver una película competentemente hecha. Sospechaba, también, que iba a ser una película que la nostalgia colectiva de internet había deformado en mi cabeza, que se había hecho mucho más grande, mucho… mayor que la película real.
No me esperaba algo tan bueno a todos los niveles. De entrada, los elementos básicos de la película están presentados en menos de veinte minutos:
- La dinámica entre Max y Roxanne.
- La relación paternofilial de Max y Goofy (impulsada o tergiversada, quizás, por un miedo a un estereotipo social impulsado por el director del instituto).
- La relación paternofilial de PJ y Pete.
- Que Bobby, evidentemente, está todo el día emporrado y con los munchies.
- Lo que cada personaje quiere de su vida:
- Max quiere estar con Rooooooooxanne.
- Roxanne quiere estar con Max.
- Goofy quiere “recuperar” a su hijo.
- Pete quiere controlar a Goofy.
La cinta es sólida y sencilla –como tiene que serlo para un público joven–, pero introduce suficientes elementos emocionales como para que toda la familia pueda seguirla.
El corazón de la película es la relación entre, agarraos a la silla, Goofy… e hijo
Centrar la película en la relación de Goofy, un torpón bienintencionado, con Max, su hijo adolescente y cascarrabias, es una decisión espléndida. Evidentemente, desde el principio, este era el núcleo emocional de la película. Y no es uno particularmente raro, se ha usado como punto de partida para muchas películas, porque las relaciones interpersonales, a fin de cuentas, son el pan nuestro de cada día, pero eso no lo hace sencillo. Por supuesto, todo se simplifica bastante al utilizar como protagonista a Goofy, alguien que, en los noventa, era perfectamente conocido por un 99% de la sociedad occidental –el público real de Disney por aquel entonces–, de manera que bastaba con presentar a Max, un personaje sencillo, pero no por ello menos interesante.
Y, con esas piezas, consiguen crear una suerte de road movie en la que uno de los personajes quiere encontrar su propio camino por el mundo mientras que el segundo quiere que estén a salvo y que las cosas… no exactamente no cambien, pero sí que se queden igual. Goofy tiene miedo a perder lo que tuvo en su momento con su hijo. Es algo comprensible. El cambio da miedo, especialmente cuando conlleva tener que enfrentarte a vivir solo, sin todas las redes de seguridad mental que tenías, que te permiten no tener que enfrentarte a la realidad de que todo el mundo muere solo.
Y eso es lo que me encantó de la película. Por supuesto, no va de la Muerte, pero sí de las pequeñas muertes que nuestras decisiones conllevan. Va de la potencia de palabras para expresar momentos y relaciones más potentes todavía. Y, mientras la veía, no podía evitar pensar en lo increíblemente bien animada que está esta película, en lo bien llevada que está la trama, en lo genialmente doblada que está.
A fin de cuentas, Goofy e hijo es una película que realmente trata la vida y cómo, al final, hablar es lo mejor que puedes hacer antes de enfrentarte a un cambio. Por supuesto que Max y Goofy se quieren mutuamente. Sin embargo, con el paso del tiempo, la complacencia da paso a un anquilosamiento que puede torcerse y convertirse en desprecio. La película no solo nos recuerda que las cosas cambian (y que es bueno), sino que es importante hablar de esos cambios con aquellos que tenemos (y que queremos conservar) cerca de nuestros corazones.
Pero bueno, no tengo ni idea de nada, así que quiero que sepáis que, seguramente, al concebir a Max, Goofy hizo “AHYUK”.
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